Un ejemplo de oración humilde lo encontramos en Job. La Sagrada Escritura nos presenta al personaje de esta historia como un hombre justo al que Dios había colmado de muchos favores y bienes. Job era un hombre recto, ofrecía sacrificios a Dios, oraba, era piadoso. Dios estaba contento con el comportamiento de Job. Pero Satán le dijo a Dios que era comprensible que Job se comportará bien, pues había recibido tantos bienes y favores, de modo que su bondad era interesada. Y añadió que si le dejaba hacerle daño quitándole todo, entonces vería como Job protestaría y le maldecía. Y Dios le permitió a Satán dañar los bienes de Job pero sin tocarlo a él. En un mismo día, Job pierde todos sus bienes materiales, sus ganados, sus siervos, hasta todos sus hijos. Pero a pesar de todo, Job no maldijo a Dios. Su oración ante todas estas desgracias fue: El Señor me lo dió, el Señor me lo quitó, bendito sea el Nombre del Señor. Satán insistió a Dios diciendo que si aún perseveraba Job en su rectitud y le bendecía era porque él mismo no había padecido en su carne el dolor y que si le dejaba hacerle daño en su cuerpo, entonces vería como sí lo maldecía en su cara. Y Dios permitió a Satán que le dañara. Entonces Satán hizo que Job sufriera una llaga maligna y dolorosísima desde la cabeza a los pies. Pero Job, a pesar de todo no maldijo a Dios. Hasta su mujer, viendo cómo perseveraba Job le dijo indignada: ¿todavía perseveras en tu entereza? ¡Maldice a Dios y muérete! Pero Job le respondió: Hablas como una estúpida cualquiera. Si aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal?
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Pedir a Dios con un corazón humilde
Para que nuestra oración sea verdadera, esto es, que esté dirigida a Dios, debe ser una oración hecha con humildad. Dios da su gracia a los humildes y rechaza a los soberbios. Si la oración es humilde, presentará sus súplicas sabiendo que no merece nada por sí mismo, sabiendo que delante de Dios, no es más que polvo y ceniza. Si la oración es verdadera, quien ora entenderá que el mismo hecho de poder orar ya es en sí mismo una gracia enorme que ha recibido sin mérito alguno de su parte. ¿Quién soy yo para poder hablar ante el Todopoderoso? Si en una época remota a un esclavo se le permitiera presentarse delante del Rey y pudiera dirigirle la palabra, ya tendría que darse muy favorecido por el simple hecho de poder, no sólo presentarse delante del Rey sino de poder incluso hablarle y hacerle alguna súplica. Cuánto más cuando ese Rey no es un opresor injusto sino que nos ha amado hasta el extremo de entregar a su Hijo Unigénito para salvarnos a nosotros, para hacernos libres, para romper las cadenas que nosotros mismos nos habíamos ceñido por nuestros delitos y maldades. ¿Cómo podremos cuestionar o protestar las decisones del Todopoderoso, del Ser Infinito, de la Eterna Sabiduría, de la Bondad Absoluta, de la Luz de la Verdad, del Amor Misericordioso? ¿Acaso nosotros sabemos más? ¿Entendemos mejor? ¿Conocemos lo que nos conviene? Enfadarse con Dios porque no se comporta como nosotros esperamos es muestra de una soberbia tan grande como ridícula.
Los planes de Dios y los nuestros
A veces, demasiadas veces, nos cansamos porque Dios no se comporta como nosotros pensamos que debería comportarse. Nos hemos hecho una idea de Dios y nos disgusta que Dios no responda a esa idea. Eso tiene un nombre: soberbia. Pero ¿acaso sería Dios el Inmenso, el Ser Absoluto, el Infinito, el Eterno, si nuestra mezquina mente pudiera hacerse una idea adecuada de Él? Acaso no nos ha dicho Dios: «mis caminos no son vuestros caminos, mis pensamientos no son vuestros pensamientos». Nos equivocamos muchas veces. Queremos que Dios haga lo que nosotros pensamos que debería hacer. Así se equivocó San Pedro cuando al decir Jesús que iba a Jerusalén donde iba a ser azotado, escupido y dónde lo iba a morir crucificado, se lo recriminó diciendo que eso no podía ser de ninguna manera. Pedro se lo había llevado un poco a parte de donde estaban los demás para que no vieran que estaba regañando al Maestro por lo que acababa de decirles. Sin embargo, para dar una enseñanza que no olvidaran nunca, Jesús tomó a Pedro lo llevó ante los demás apóstoles y le dijo: «¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no piensas como Dios sino como los hombres». Con muy buena intención, con gran cariño quiso Pedro apartar al Señor de cuanto había dicho de su pasión y muerte en la cruz porque no era esa la idea que Pedro tenía del Mesías, la idea que Pedro tenía sobre cómo Jesús debía de salvarnos. Y Jesús le hace ver a él y a todos los demás apóstoles que nos equivocamos pretendiendo que sean nuestros planes y nuestras ideas las que se impongan a lo que Dios quiere.
El fuego del amor
Necesitamos tener más fe. Por eso hemos de pedirla. Necesitamos estar encendidos en el amor a Dios, por eso hemos de clamar: ¡Ven, Espíritu Santo, y enciende en mi corazón el fuego de tu amor! Es cuestión de pedirlo una y otra vez, con perseverancia, constantemente. Y no serán nuestros sentimientos los que nos muevan. Será el Espíritu Santo el que, a pesar de que nuestros sentimientos no nos muevan, nos impulsará y nos llevará a Jesús. Es el Espíritu Santo el que hará que de nuestro interior brote la oración. Una oración en la que la mayoría de las veces no experimentaremos gozo, paz, serenidad, calma, sosiego… Lo normal es que cuando oramos no sintamos gusto por la oración. Puede que en los comienzos, el Señor, regale a algunos cierto gusto, sentirse bien, o los sentimientos de los que hemos hablado. Pero antes o después, el Señor, que es un Dios celoso, nos los quitará. Porque Él quiere que le busquemos y que estemos con Él, por puro amor a Él, no porque nosotros nos encontramos a gusto. Por eso no hay que ir a la oración pretendiendo sentir consuelos o placer alguno. Si es que Dios lo concede, le daremos gracias, pero si no nos los concede, no dejaremos de acudir a estar con Él. La santidad no consiste en fenómenos místicos, en extasis o visiones. Dios las ha concedido a veces a algunos santos porque les ha querido confortar de alguna forma de los sufrimientos y amarguras que debían de pasar al obedecer su santa voluntad. Pero no son santos por haber tenido tales fenómenos sobrenaturales.
La oración es luz del alma
La oración es luz del alma. El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Dios: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupción.
LOS MOMENTOS DEDICADOS ÚNICAMENTE A LA ORACIÓN
Hemos visto cómo la oración debe ser continua en medio de todas nuestras ocupaciones. ¿Cómo lograrlo? La única forma de conseguirlo es dedicando algunos momentos sólo y únicamente a hablar con Dios, a dirigir a Él nuestros afectos, a elevar a Él nuestros sentimientos, lo más íntimo de nuestra alma. Sin unos momentos en los que estemos a solas con Dios, no será posible que luego, en medio de todo cuanto hacemos, podamos mantener esa mirada interior del alma a Dios. Quien ama de verdad, desea ardientemente estar con aquel a quien ama. Y por eso busca momentos en los que poder estar y dedicar toda su atención a la persona amada. Es verdad que aquí, en la tierra, caminamos guiados por la fe, es decir, no tenemos a Jesús a la vista, de modo que el deseo de estar con Él no procede de lo que captan nuestros sentidos, pues los sentidos no son impresionados por Él. No vemos a Jesús, no contemplamos su rostro, sus facciones, su figura. No oímos con nuestros oídos sus palabras. Nuestros sentidos no son los que nos mueven a estar con Jesús. Lo que debe de movernos es la fe. Necesitamos pedir al Señor, como lo hacían los apóstoles: ¡Señor, aumentanos la fe! Porque si tuvieramos fe como un granito de mostaza, nos dice Jeús, podríamos mover montañas.
Sabernos en la presencia de Dios
Si hemos comprendido bien que la vida cristiana es precisamente eso: una vida, una vida nueva, una vida sobrenatural, una vida divina por la que somos hijos de Dios, entonces comprenderemos también que la unión con Dios nuestro Padre se lleva a cabo por y en la oración. La oración viene a ser así como el latir del corazón de la vida sobrenatural; como la respiración de la vida divina. Si el corazón deja de latir, o dejamos de respirar morimos. De igual modo, si el cristiano deja de orar su vida divina muere. De este modo entendemos que Jesús nos enseñe que hemos de orar siempre sin interrupción y que también San Pablo nos lo recuerde con insistencia. Permanecemos unidos a Dios con una oración continua cuando no cesamos de amar a Dios, cuando no dejamos que nuestro corazón deje de latir por Él, cuando lo tenemos presente en todo lo que hacemos. Lógicamente, si confundimos la oración con la recitación de fórmulas o la meditación, está claro que así no puede ser una oración continua, pero ya hemos aclarado que no debemos confundir los medios para orar con la esencia de la oración que es esa mirada interior del alma dirigida a Dios por amor. Es por tanto el amor a Dios, el que puede mantener nuestra mirada interior puesta en Dios. Por poner un ejemplo: se trata de vivir con Dios como lo hacemos con la persona a la que más amamos o como viven los enamorados. Una madre no deja de amar a su hijo en ningún momento y aunque esté atareada con muchas cosas el corazón y el pensamiento está constantemente en su hijo. Igual sucede con los enamorados. Pero esto sólo lo pueden hacer porque han dedicado muchos momentos a estar juntos poniendo toda la atención en la persona amada. No podrían estar pensando siempre en quien aman cuando están realizando diversas tareas que exigen su concentració si no han tenido un tiempo exclusivo en el que estaban pendientes el uno de otro sin otras ocupaciones.
Dice Jean DAujat: «si vivimos en todo momento bajo el impulso del amor de Dios, haciéndolo todo por amor a Él, cada una de nuestras ocupaciones, sea trabajo o reposo, esfuerzo o descanso, es una oración y nos une más a Dios. Poco importa la ocupación del momento presente con tal que sea la que Dios quiere de nosotros y se cumpla por amor a Él».
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Dejarnos abrazar por Dios
La oración es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables.
Tampoco la meditación se identifica con la oración. Considerar en nuestra mente una serie de imágenes o ideas, pensamientos, sentimientos o afectos que conciernen a Dios y a nuestra relación con Él, también es un medio, pero no la oración en sí. Podemos orar meditando. Es decir, podemos servirnos de la meditación para hacer oración. Y debemos usar con frecuencia este medio, como también debemos usar el medio de la recitación de ciertas oraciones. Pero debemos darnos cuenta de que son eso: medios para orar. La oración es dirigir la mirada interior del alma a Dios. Y ¿en qué consiste eso? ¿Cómo se dirige la mirada interior del alma a Dios? Dirigir la mirada interior del alma a Dios consiste en un acto permanente que implica la fe, la confianza y el almor a Dios desde lo más profundo de nuestro ser, de nuestro corazón. Se trata por eso de un estado del alma por el que nos sumergimos en Dios; dejamos que Dios sea el que nos envuelve y nos rodea. Nos abandonamos y nos dejamos abrazar por Dios, descansamos en su regazo como un niño en brazos de su madre.
Orar es hacer caso a Jesús que nos ha dicho: «Venid a mí los que estais cansados y agobiados y encontraréis vuestro descanso». Orar es estar con el alma puesta en el Señor. Es reclinar nuestra cabeza en el pecho del Señor y escuchar los latidos de su Corazón, como hizo San Juan en la Última Cena. ¡Cuántas veces hizo esto la Virgen María, al igual que San José! Por eso, María y José son los mejores maestros de oración. Ellos son quienes mejor pueden enseñarnos a orar, de quien mejor podemos aprender. Nuestra unión con María y José nos permitirá ser almas de oración, almas contemplativas. Hay una oración a María en la que se le pide que nos guarde «en el cruce de sus brazos» es decir, como el niño está protegido en el regazo de su madre. También la letra de una canción mariana dice: «Quiero Madre en tus brazos queridos, como niño pequeño dormir, y escuchar los ardientes latidos de tu pecho de Madre nacidos que laten por mí». Bueno, pues esto es y en esto consiste la oración.
La oración es una mirada interior a Dios
¿Cómo mantener una vigilancia continua? Parece algo imposible. Sin embargo, Jesús nos da la clave porque a la indiciación de estar vigilantes añade «orad»: «velad y orad», nos dice. De modo que es con la oración y por medio de la oración como conseguimos estar vigilantes en todo momento. Sin la oración no sería posible una vigilancia constante. Pero con la oración la vigilancia no sólo es posible sino que hasta resulta fácil. Por eso la oración es la llave y el alma de la vigilancia. La oración sostiene e inspira la vigilancia. Tenemos que ver detenidamente en qué consiste la oración.
La oración es la mirada interior del alma dirigida a Dios por la fe y por el amor. Muchos tienen una idea muy equivocada de lo que es la oración confundiéndola con los medios que la favorecen. No es lo mismo orar que recitar en voz alta o interiormente unas fórmulas, unas determinadas oraciones como puede ser el Padrenuestro o el Avemaría. Las fórmulas o las oraciones fijas son un medio para la oración. Entre estas fórmulas, que son innumerables, destacan por supuesto la fórmula que nos enseñó el mismo Jesús y el Avemaría. Pero no debemos confundir las fórmulas u oraciones fijas con la oración en sí. En muchas ocasiones la repetición consciente, piadosa y contemplativa de estas oraciones nos serán de mucha ayuda para la oración, pero ellas mismas no son la oración sino un medio para la oración. La oración, como hemos señalado, consiste en dirigir hacia Dios la mirada interior del alma.
Vigilancia y oración del cristiano
Quien ha decidido amar a Dios sin medida y hacer que todos sus actos, pensamientos y palabras sean para Dios, deberá seguir fielmente la indicación que Jesús dió a sus apóstoles en el Huerto de Getsemaní: «¡Velad y orad! El espíritu está pronto pero la carne es débil». Lo sabemos bien por experiencia. Muchas, demasiadas veces lo que sabemos que debemos hacer y lo que de verdad queremos hacer no terminamos de llevarlo a cabo porque somos débiles y acabamos haciendo aquello que no queríamos hacer. No se puede ser cristiano sin la vigilancia y la oración. Son muy numerosas las ocasiones en las que Jesús hace esta doble advertencia: «¡Velad y orad!».
¿En qué cosiste la vigilancia? La vigilancia tiene una doble orientación. Por una parte supone estar atentos para que podamos descubrir a Jesús y cuál es su voluntad para mí. Vigilar para no dejar pasar de largo las gracias que continuamente pone el Señor en mi alma. Por otra parte, vigilar para no perder el gran tesoro de la gracia, de la vida divina. El amor permanece atento para crecer en la intensidad, y también para que nada ni nadie pueda hacerlo menguar. Sólo con la vigilancia podremos realizar de forma voluntaria y consciente nuestros pensamientos, palabras y acciones dirigiéndolos hacia Dios.